Los días traen consigo inevitablemente un manto de estrellas
o un estruendo de tinieblas.
Nunca el todo de la inmensidad se muestra del todo partidario de la intensidad plena.
El instante feliz y bello que a veces aparece frente a nosotros - unas por azar y otras por empeño-,
se desvanece cuando apenas comenzamos a reabrir los labios para lamer sus huecos.
Y entonces sólo queda el regocijo de contarlo y recordarlo en otro tiempo.
Y uno ahí, también es feliz.
O mejor dicho, es nostálgicamente muy feliz.
Y cuando amenaza tormenta uno busca ese instante para que al recordarlo,
nos sirva como bálsamo terapéutico contra la ausencia, la angustia y el miedo.
Sin embargo, el desánimo no dura un instante.
Se queda a dormir agazapado en la cueva del destierro
y siempre dura más de lo necesario.
Horas, días, eternidades con brazos y pies que abrazan el cuerpo para inmovilizarlo.
Desnudarlo. Enfriarlo.
Y cuando la lengua mordaz y experta del desánimo, posa sus besos
en cada rincón de la piel muerta tatuando el cuerpo
con sangre de tristeza,
entonces amanece,
y la llamada del sol envuelve el día con amigos, plantas y música,
abrigando nuestro mundo.
Alentándolo de luz y plenitud.
Sacando brillo a la esperanza y a los sueños.
A pesar del óxido penitente
en los días de penumbra,
encárgate de enmarcar la belleza de lo efímero
antes que morder el anzuelo del desánimo.